martes, 12 de febrero de 2008

Enrique Vila-Matas

Hace muchos años que leí Historia abreviada de la literatura portátil y Suicidios ejemplares, dos obras de Enrique Vila-Matas, un escritor de escritores, un enamorado de la literatura, porque acaso la vida no es suficiente, o no es verdad, o es una impostura, un desatino cierto o incierto, o vaya usted a saber, aunque muchos fueron a saber y no aprendieron nada. A mí, como a Enrique, me atraen de manera hipnótica las islas y, en especial las Azores, a la las que nunca fuí. No se extrañen, por favor, también Toledo me gustaba más antes de verlo que después. Bueno, hablando de escribir y de escritores, cada uno tiene sus propios escenarios y sus queridos fantasmas. Yo, que en cuanto a los fantasmas, comparto su admiración y cariño hacia algunos escritores, que no voy a citar, no escribo como Enrique, ni tampoco vivo como él; yo soy más el que soy que el que escribe, y además, lo que yo quería de pequeño, no era ser torero, sino futbolista o músico de jazz. Eso sí, lo que quiero de mayor, me atrevo a aventurar que se parece mucho a lo que quiere él. En cuanto a Barcelona, un escenario común para los dos durante muchos años, resulta curioso y mágico ese encuentro y desencuentro a un tiempo, porque los lugares que Enrique frecuenta me son muy conocidos, en general, y muy queridos algunos. Viví en el Passeig de Sant Joan, me encantaba ir las tardes otoñales o las mañanas festivas al Palau Macaya, hoy abandonado a su destino; visitaba Gràcia y los cines Verdi, aunque ahora tampoco voy al cine. Miraba fotos y tomaba café en el Bauma y en el Central de la calle Girona. Iba y voy a menudo por las librerías de la ciudad, pero nunca lo vi, hasta un día como hoy, de mediados de febrero, solo, enrojecido, abotargado y desamparado, en la presentación del número dedicado a Méjico de una revista que se llama Rosa Cúbica. Luego y, después de aquellos libros primerizos, que casi no leía nadie en España, no leí nada más de Enrique, exceptuando una recopilación de artículos y referencias sobre él y su obra, libro que me dejé olvidado en algún lugar del barrio madrileño de Lavapiés, y que espero encontrar de nuevo. Y no es que no quiera leerlo por alguna razón o por alguna sinrazón, pero me gustaría mucho más tomar un café con él, a pesar de su timidez y de la mía, y hablar de Huidobro y Altazor de Vallejo y Trilce, de Pessoa y el Libro del desasosiego, de Tostói y La historia de un caballo, de Melville, de London, de Hölderlin, de Tralk. Y preguntarle, entre otras impertinencias, si habiendo tenido la posibilidad de elegir su identidad y de ser otro, hubiera elegido ser Enrique Vila-Matas.